María Teresa González nació en 1950 en Gijón, donde murió en 1995.
PIEL
DE BREA
I
Vienes, de la ciudá que bilta nes esferes
espertando a los llobos de la nueche.
De la hora más erma,
de cansinos camientos de rabia
y de tristura.
Del roce de les manes qu’enxamás s’algamaron,
ocres sableres de separtaes playes.
De la zume salina xorreciendo,
d’esi instante oportunu del olvidu
desdexáu sobre un cuerpu cualuquiera.
Surdes baxo la piel de brea
recorriendo les cais,
de xuru indiferente a tolos mieos
qu’al cantil de los llabios se detienen.
De les fontes qu’escancien los ácedos insomnios,
los vértigos xabaces, peñerándose inciertos
peles terques lluceres de los güeyos.
Pétame, nostante, agora
derromper esa voz que glaya nos silencios,
ufiertar a l’almuhada la trona de los besos.
Quiero, pa que t’allugue’l suañu,
averate a lo vieyo,
a la inmortal memoria de los cuentos,
al xuegu d’una neña qu’un día
–cuantayá–
naguare ser princesa.
Quixe que vinieres comigo
a esta piel amburando ente la brea,
dnde aruña y s’esfrona la vida cotidiana.
A la griesca qu’españa nes aceres,
deteniendo los pasos y la risa.
Al buxu cementeriu de duru terciopelu
que m’endolca los díes y los güesos.
Quixe que trespasares la muria protectora,
la collacia envoltura
onde nun ye posible lo imprevisto.
Arrincate, nun vuelu fugaz y bixorderu,
de la breve cadarma d’un segundu,
de la fráxil tenrura que te fai tan inútil.
Pero vi nel to rostru un pasu de solombres,
fuxendo selemente haza otres llendes,
o acaso t’entretienes n’otru suañu,
somorguiáu nun xuegu
d’orpines y povisa.
PIEL
DE BREA
I
Vienes, de la ciudad
que brota en las esferas
despertando
a los lobos de la noche.
De
la hora más desierta,
de
fatigosas ideas de rabia
y
de infelicidad.
Del
roce de las manos que jamás se han alcanzado,
ocres
areneras de playas separadas.
Del
jugo salino creciendo,
de
ese instante oportuno del olvido descuidado
sobre
un cuerpo cualquiera.
Surges
bajo la piel de brea
recorriendo
las calles,
seguramente
indiferente a todos los miedos
que
al borde de los labios se detienen.
De
las fuentes que escancien los ácidos insomnios,
los
vértigos salvajes, cribándose inciertos
por
las ventanas tercas de los ojos.
Me
apetece, no obstante, ahora
surcar
esa voz que grita en los silencios,
ofrecer
a la almohada el trueno de los besos.
Quiero,
para que te resguarde el sueño,
acercarte
a lo viejo,
a
la inmortal memoria de los cuentos,
al
juego de una niña que un día
–hace
mucho–
anheló
ser princesa.
II
Quise
que vinieras conmigo
a
esta piel abrasando entre la brea,
donde
araña y se derrumba la vida cotidiana.
A
la lucha que se abre en las aceres,
deteniendo
los pasos y la risa.
Al
grisáceo cementerio de terciopelo duro
que
me enrolla los días y los huesos.
Quise
que traspasaras la tapia protectora,
la
envoltura compañera
donde
no es posible lo imprevisto.
Arrancarte,
en un vuelo fugaz y travieso,
del
breve esqueleto de un segundo,
de
la frágil ternura que te hace tan inútil.
Pero
he visto en tu rostro un paso de sombras,
huyendo
silenciosas hacia otros límites,
o
acaso te entretienes en otro sueño,
sumergido
en un juego
de
lloviznas y ceniza.
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